SANTO DOMINGO DE GUZMÁN. 8 de agosto.


Santo Domingo de Guzmán

Fundador de la Orden de Predicadores (Dominicos), Religioso de la Orden de Predicadores (Dominicos), Sacerdote (siglo XIII)

Patrón: astrónomos, científicos, República Dominicana, personas acusadas falsamente.

Nombre: Domingo

Significado: Perteneciente al Señor, del Latín

Fiesta: 8 de Agosto

Nacimiento: 1170. Calaruega, Burgos, España

Muerte: 4 de Agosto de 1221. Bolonia, Italia

Proceso: Fue canonizado el 13 de Julio de 1234 por Gregorio IX;

Memoria de santo Domingo, presbítero, que siendo canónigo de Osma se hizo humilde ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en voluntaria pobreza, hablando siempre con Dios o acerca de Dios. Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la manera apostólica de vida, mandando a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Su muerte tuvo lugar en Bolonia, el día seis de agosto.

Castilla, siglo XII. Un hidalgo coronaba unas rocas, construía un castillo, daba fueros, recibía colonos y vasallos, y los defendía contra el moro. Épico vivir que curtía almas y empenachaba blasones.

Los corazones ardían de entusiasmo, nacían linajes, se alzaban templos y fortalezas. Se troquelaban santos que con ritmo militante cambiaban el mundo.

Así nació Castilla, entraña viva de España, y así nace Caleruega, al sur de Burgos, a medio camino entre Silos y Aranda. Más allá del laberinto de las montañas, en la meseta llana y rojiza que anuncia la depresión del Duero, se elevaba su castillo. Un castillo más de la múltiple cadena de fortines que, protegidos por el curso del río, marcaron durante siglos la frontera de una patria y de una fe.

Dominando tierras de pan llevar, se yergue la altura rocosa de la Peña. Encaramada sobre ella, y cobijando el blanco y dormido caserío, se levanta la torre que el segundón de una gran familia castellana construyó en los años victoriosos de la conquista de Toledo y Cuenca.

Linaje esclarecido

En esa torre maciza y austera, símbolo impresionante de aquellos días heroicos, vino al mundo, en 1170, uno de los más esforzados paladines del cristianismo. Domingo era el nieto, o quizá el hijo, de los castellanos que edificaron el castillo.

Félix de Guzmán fue su padre. En sus brazos atléticos lo cogía y le enseñaba a contemplar la llanura fértil y ondulada, surcada en el centro por la línea verde del Duero y rota en la lejanía por los ariscos bastiones de Somosierra.

El padre se sentaba con él en las almenas del castillo. El niño admiraba, extasiado, las viejas tierras de Castilla, rubias en el estío, parduzcas en otoño, verde esmeralda en primavera. Viejos campos donde florece siempre nobleza, hidalguía y religiosidad sincera, cristianismo que ama al hombre no por lo que tiene, sino por lo que es.

La grandeza, austeridad y equilibrio del paisaje que Domingo contempla le inspiran ya horror a las medias tintas, a hacer concesiones al conformismo ideológico o moral de la mayoría, o a la cobarde sugerencia –tan frecuente hoy– de que para ser actual hay que comportarse como los demás.

Un matrimonio santo

Juana de Aza es la esposa de Félix. Félix es Venerable y su esposa está en los altares. Antonio, el mayor de los tres hijos que tuvieron, después de ordenarse sacerdote, consagró su vida a los pobres en un hospital. Mamés, el segundo, ingresó en la Orden de Predicadores.

Domingo es el benjamín. Juana no lo esperaba, pero a tres leguas de su torreón, se alza el célebre santuario de Sto. Domingo Abad de Silos, el más famoso de Castilla. Ahí acude la madre repetidas veces, pidiendo el milagro, mientras Félix luchaba contra los moros en las riberas del Tajo.

Visión profética

Los primeros biógrafos del santo aluden a una visión de Juana. Le pareció que el niño que llevaba en su seno era un cachorro. Una antorcha ardía en su boca. Sueño que resultó profecía. El santo incendiaría el mundo con su predicación.

El niño se recreaba estando a solas con su santa y dulce madre. A las puertas del castillo se sentaban con frecuencia juglares que cantaban las gestas del Cid o del Conde Fernán González. Más que cantos épicos, le gustaba oír a Juana que le contaba las hazañas de los santos taumaturgos.

Un arcipreste

En dirección opuesta a la de Silos se encuentra Gumiel de Hizán. Al cumplir seis años, 1176, sus padres le confían a un tío arcipreste.

Largas temporadas, durante ocho años, pasa con él. Aprende primeras letras, se familiariza con la gramática, traduce versos de La Eneida, y sobre todo, vive austeridad y sencillez, y participa en las ceremonias litúrgicas.

La convivencia con este ejemplar sacerdote avalora la educación recibida de sus padres. Jordán de Sajonia, su primer biógrafo y, además, discípulo y sucesor suyo, nos dice: «Era, al mismo tiempo, niño por su edad y anciano por la madurez de su palabra y la firmeza de su conducta».

Estudiante y Maestro

La Universidad de Castilla, a fines del siglo XII, estaba en Palencia. En su Estudio General enseñaban los mejores maestros, y una abigarrada multitud de estudiantes se agolpaba en las aulas.

Domingo quiere ser sacerdote. Les bastaba a sus padres retenerlo con su tío o enviarlo a las escuelas de alguna abadía o al claustro de una catedral. Prefieren que estudie en Palencia, en 1184 cuando contaba catorce años, para adquirir una formación más sólida.

Profundiza, durante seis años, en la cultura humanística, cursando Artes Liberales. Estudia cuatro años más saboreando la Biblia, que era entonces el libro de texto para el aprendizaje de la Teología.

Los mercaderes han cerrado ya sus tiendas y se apagan las últimas luces de la ciudad, pero Domingo revuelve las Sagradas Escrituras, las rumia y saborea a la luz del candil. «Comenzó a codiciar con ardor –dice Pedro Ferrando, su biógrafo– las divinas palabras. Regalado por su meliflua dulzura, apuntaba ávido lo que después difundiría con generosa largueza… Anduvo desvelado en estudio tan saludable, y con tanta diligencia y ansia de aprender, que pasaba insomne casi todas las noches».

Cumplidos veinticuatro años en 1194, acaba Teología, adquiere el grado de Maestro, y empieza a regentar la cátedra de Sagrada Escritura. Nombrado canónigo del Cabildo de Osma en 1191 por el Obispo Martín de Bazán, simultaneaba ambas tareas. Cuando canta en el coro o explica los Libros Santos, la palabra de Dios enciende su corazón y lágrimas de consuelo bañan sus ojos.

«No quiero estudiar sobre pieles muertas»

Domingo sabía que la mejor manera de conocer la Biblia es vivirla, ser santo. Asceta y místico, «anteponía por encima de todo la santidad de vida a las argucias del razonamiento, y el fruto de las palabras espirituales a los libros» (Ferrando).

No hay santidad sin oración, ni oración sin control del cuerpo. Dormía poco, comía menos, vivía esa mortificación amorosa que da alas a la oración. «Para que su alma asimilase con más plenitud la sabiduría, decidió privar de vino a su cuerpo» (Ferrando).

En 1191 el hambre azota a España, y en Palencia causa estragos. Los mendigos famélicos se arrastran por calles y plazas. Domingo, compadecido, vende su pobre ajuar y sus libros, códices queridos repletos de glosas y apuntes de propia mano. Más que la ciencia, le importan los hombres.

Maestros y colegas suyos admiran su generoso desprendimiento, pero le critican. Él –»largo para facellas y corto para narrallas», a lo Cid–, responde: «No quiero estudiar sobre pieles muertas, mientras los miembros vivos de Cristo se mueren de hambre».

Magnates, ricos y aún los mismos Maestros acaban imitándole, y conmovidos con su ejemplo se desprenden en favor de pobres y afligidos.

Boda frustrada y destino descubierto.

En 1201, al ser nombrado obispo Diego de Acebes, queda al frente de los canónigos regulares de Osma; pero un suceso inesperado lo lanza al oleaje de la vida apostólica.

Alfonso VIII, rey de Castilla, quiere concertar el matrimonio de su hijo Fernando con una princesa de las Marcas. No sospechaba que Dios le elegía para marcar la ruta que Domingo tenía que recorrer. El rey encomienda en 1204 a Don Diego la delicada embajada. El obispo acepta, y con Domingo parte hacia Toulouse.

Estrella que buscaba

La misma noche en que llegan a la ciudad, se estrena como polemista consumado. Su ímpetu apostólico cuaja en su primera conquista. Una larga discusión, mientras los demás dormían, con el hospedero que era cátaro. «Le habló con tal fuerza de persuasión y calor –nos dice Jordán– que le redujo a la fe por la misericordia de Dios».

El santo llegaba a la plenitud de su vida. Tenía treinta y cuatro años, y empezaba a descubrir en un viaje diplomático para negociar bodas su vocación divina. Sin darse cuenta, Dios le ha ido conduciendo para conocer su destino.

Naturaleza heroica, espíritu combativo aletea en él desde su niñez castellana. Es el genio de una raza misionera en eterna cruzada. Cultura profana y religiosa en su juventud palentina acrisolada al regentar una cátedra, y la regla de S. Agustín que vive como canónigo regular, le equipan y avituallan para su trascendental tarea.

La embajada se apunta un éxito efímero. Regresan a Osma y el rey les ordena partir de nuevo a las Marcas para acompañar a Castilla a la joven princesa cuya belleza deslumbrante cantaban en la corte los trovadores provenzales.

Una triste nueva les decepciona al llegar: la princesa, radiante de salud, ha muerto de repente en plena juventud. «Engañosa es la belleza, fugaz la hermosura», piensan con la Biblia (Prov 31,30). Entristecidos, pero más firmes en su ideal, Don Diego y el santo abandonan la corte. Domingo buscaba concertar unas nupcias que fracasan, pero ha descubierto su misión.

Martillo de herejes, vocero del Evangelio

Al regresar con su obispo se entrevista con Inocencio III en Roma. En mayo de 1206 llega Domingo a Montpellier, y habla con los legados pontificios y abades del Císter. En junio disputa con los albigenses en Béziers, Carcasona, Montreal y Fangeaux.

Comienza así un portentoso apostolado durante quince años. Controversias con albigenses, cátaros o valdenses, y predicación del Evangelio, primero en el Languedoc, después en Roma en 1218, y finalmente en Lombardía o Romaña al acabar el primer capítulo general de 1220.

Martillo de herejes, heraldo del Evangelio, su voz vibrante resonaba triunfadora. Acento poderoso y claro como trompeta, deslumbraba con la verdad sin cansarse nunca. Una llama divina le envolvía, y en sus ojos claros brillaba el relámpago de los intrépidos conquistadores de su raza.

Avasallaba a todos, los herejes le odian, pero le admiran. Los trovadores cantaban sus milagros y místicas proezas. Campeador del espíritu, tenía, como Ruy Díaz de Vivar, su canción de gesta.

Riguroso ascetismo, inflamado celo, inalterable dulzura y cálida elocuencia de Domingo, maduraban siempre en espléndida cosecha de almas. Muchos se entregaban a su dirección. Les enseñaba oración y penitencia, y a repetir el Ave María. Así brotaron las primeras rosas del Rosario, su arma predilecta para atraer pecadores.

Los primeros colaboradores empiezan a surgir. No quieren separarse del santo, y alborea así la Orden de Predicadores. En Tolosa encontrará su casa madre, en 1215. Pedro Seila se la cede y con Tomás de Tolosa se asocia a su obra.

Alcázar y ciudadela

Nobles mujeres convertidas de la herejía querían darse a Dios. «Sus padres las entregaban a los herejes para que las educasen» (Jordán). Domingo funda un monasterio para ellas en Prulla, en el corazón mismo de la herejía, entre Fangeaux y Montreal. Será el alma de la Orden de Predicadores, y le servirá de plataforma espiritual para lanzar en todas direcciones satélites que incendien el mundo.

Descendiente de los Guzmanes, cruzado por raza y temperamento, evoca la torre altiva de Caleruega, alzada frente al poderío islámico. Prulla será ciudadela de los misioneros, alcázar divino, «palomarcico de la Virgen, rinconcito de Dios, morada de Su gloria, paraíso de Su deleite» (Sta. Teresa).

Oasis de paz

El monasterio se poblaba cada vez más de mujeres convertidas que ansiaban consagrar a Dios su virginidad en servicio de la Iglesia. Era un luminoso foco de espiritualidad y un dulce remanso de paz.

Domingo cada día buscaba en Prulla, después de agotadoras correrías apostólicas, el refrigerio de la contemplación. Era la fragua donde se templaba su alma y se aguzaba el acero de su ágil y robusta dialéctica.

Cuando el santo tenía que sostener una controversia, emprender un viaje peligroso, o esperaba la conversión de un alma, se refugiaba en esa retaguardia orante. Sentía entonces que sus éxitos eran más duraderos, y retornaba más animoso a sus andanzas. Esas vidas hechas plegaria disipaban las sombras de abatimiento que entenebrecían con frecuencia su luminosa frente, y su corazón no desmayaba ya ante la pertinacia contumaz de los herejes.

Raíces para el árbol

Sensibilidad tierna y profunda como la mayoría de los apóstoles enérgicos y apasionados, Domingo necesitaba un afecto delicado y sobrenatural. Prulla era, además, glaciar oculto en las montañas que se funde a los rayos del sol para vivificar el apostolado de sus predicadores y de los laicos incorporados a la Tercera Orden.

Las fundaciones de monjas eran, según dicen muchos, su obra preferida. Son, según él, «raíces para el árbol de predicadores o terciarios». Ha fundado, además de Prulla, en Madrid, Gormaz y Roma. Planea en sus últimos días hacerlo en Bolonia, cuyo convento quiere que se empiece, y será el beato Jordán quien lo edifique.

«Milicia de Jesucristo»

El primer Capítulo general acaba en Bolonia a fines de mayo de 1220. Es el momento de iniciar el vasto plan para evangelizar Lombardía propuesto por Honorio III. El Norte de Italia está infestado de maniqueísmo. Riqueza y lujo, vicio e inmoralidad, engendran siempre indiferencia religiosa que desemboca en el ateísmo o en la herejía. Cátaros y valdenses están tan organizados, son tan proselitistas en Lombardía y Romaña como en el Languedoc.

En el ocaso de su vida, a sus cincuenta años, Domingo, con celo infatigable, recorre ciudades y pueblos. Apuntan los primeros síntomas de la enfermedad que le llevará al sepulcro, y su cuerpo resiste a seguir el vuelo de su alma. Triunfa de su debilidad y emplea las mismas tácticas que quince años antes en Languedoc, al Sur de Francia; le habían descubierto su vocación e inspirado su Orden.

En este ambiente es cuando nace la «Milicia de Jesucristo», que se convertirá después en la Orden Tercera de Penitencia de Sto. Domingo. La integraban seglares consagrados a Dios en el mundo, o familias que vivían su espíritu.

El santo no vio el éxito de aquella campaña evangelizadora, pero en el proceso de su canonización, los testigos afirman que por su acción personal, completada por los frailes, se habían convertido a la fe cien mil herejes. Sin el concurso de los laicos enrolados en la Tercera Orden, este éxito no se hubiese alcanzado.

La visión que Sta. Catalina tiene en Siena en la Misa de la noche de Navidad de 1370 presagiando una nueva evangelización del mundo, empieza a realizarse. En la Sagrada Forma ve al Niño de cuyo corazón brotaba un sarmiento cargado de densos racimos. Grandes y hermosos perros blancos con pintas negras acudían. Arrancaban los gruesos racimos, y se los daban a los perros pequeños que no lograban llegar a la viña. Perros grandes eran los sacerdotes dominicos –»Domini canes», perros del Señor– llamó la Edad Media a los predicadores, y los perrillos eran el pueblo fiel fermentado por los laicos de la Tercera Orden.

Místico y apóstol

Un biógrafo contemporáneo se pregunta cómo un solo hombre podía arrostrar quehaceres tan numerosos y distintos. La respuesta es sencilla: el santo vivía en la presencia de Dios, todo el día era oración para él.

Cantaba mientras recorría fatigosos caminos. «Canta y camina», se repetía con S. Agustín. Cuando más agudos eran los guijarros que le punzaban, con más suavidad cantaba. Miraba al cielo, y rebosaba de consuelo en sus trabajos, persuadido de que «poco durará la batalla, pero el fin es eterno» (Sta. Teresa). Sabía que estaba destinado, como cualquier hombre, a «contemplar la Trinidad en la Unidad, fin y fruto sabroso de toda vida humana» (Sto. Tomás, Sentencia I, dist. 2, q. I).

«Pasaba de la lectura del Evangelio de S. Mateo o de las Cartas de S. Pablo a la oración, y de la oración a la contemplación. Besaba el libro con amor, dando gracias por el placer que le causaba su lectura. Se sumergía más y más en estas delicias y se cubría el rostro con las manos o la capucha» (Lacordaire, Vida, 14).

La consigna que cuatro siglos más tarde daría S. Vicente de Paúl a los sacerdotes de la Congregación de la Misión: «Cartujos en casa y apóstoles en campaña», la vivía en plenitud. Cumple a la perfección el programa que impuso a sus frailes. Lo mismo le vemos dirigir la salmodia en el coro o celebrar Misa con dulcísima efusión de lágrimas –»una gota no esperaba a la otra», dice un testigo–, disputando Teología con sus hermanos o surcando Europa con sus viajes como otro S. Pablo.

Misticismo viril

Guzmán encarna el genio español, activo y a la vez contemplativo. Realismo–idealismo definen nuestra identidad ibérica, ocre de caseríos, castillos o monumentos perdiéndose en purísimo azul de cielo. El misticismo de Domingo, como el de S. Ignacio o Sta. Teresa, no es enfermizo, egoísta o inerte; sino viril, enérgico y robusto. No pacta con el aniquilarse o el Nirvana. El alma reconoce y afirma su personalidad. Fortalecida con el vino de la bodega del Esposo, vuelve a la caridad activa y a las obras, pues la contemplación –dice Sta. Teresa– le despierta «aquella hambre que tuvo de allegar almas» (VII Morada, 4).

«Esperad todavía»

En julio de 1221 marcha a Venecia para entrevistarse con Hugolino y perfilar detalles de la cruzada misional que pensaba intensificar en Lombardía. Al llegar a Bolonia a mediados de mes sintió agobiante fatiga y fiebre alta. Fuertes dolores de cabeza le hacen acostarse, pero no quiere utilizar el lecho sino un saco.

La fiebre crecía y los frailes le trasladan el 4 de agosto a un lugar más sano, Sta. María del Monte, a una milla de la ciudad. Se agrava, llama al Prior, fray Ventura, y se reúnen unos veinte frailes. Le administran los últimos sacramentos, y hace confesión pública de sus faltas. «Recibí la confesión general de toda su vida –dice fray Ventura–, estando presentes y ayudándole muchos sacerdotes».

El rector de Sta. María dijo que si moría allí no permitiría lo llevasen a otra iglesia. Fray Ventura se lo dice al santo, y rápido responde: «No quiero ser enterrado en otro sitio que bajo los pies de mis frailes». Le trasladan al convento de S. Nicolás de Bolonia. Los padres le rodean dispuestos a comenzar la recomendación del alma. Él les dice: «Esperad todavía».

«Os seré más útil…»

Fray Ventura le suplica sollozando: «Padre, nos dejas desamparados y tristes. Ruega al Señor por nosotros». Domingo mira al cielo y levantando sus manos, dice: «Padre Santo, sabes con qué amor perseveré haciendo Tu voluntad, y que guardé y conservé a los que me diste. Ahora te los encomiendo. Consérvalos y protégelos».

Los frailes insistían rogando no los abandonase. El santo les dice: «Yo os seré más útil y provechoso después de la muerte que lo fui en la vida». A una orden suya comienzan las últimas oraciones, y al pronunciar las palabras: «Venid, santos de Dios; corred, ángeles del Señor, para recibir su alma y presentarla a la mirada del Altísimo», expiró. Era el atardecer del viernes 6 de agosto de 1221.

María

Una pincelada final matiza el colorido del cuadro de su vida prodigio: sencillez impresionante. Cruzado de la fe, con el dulce nombre de María siempre en el corazón, levanta en la Iglesia un poderoso ejército de predicadores secundado por los laicos militantes de la Tercera Orden.

No ignoraba la grandeza de su genio y de su santidad; pero supo ocultarla, pues no se la atribuía. Sencillez y humildad, mirando a la Virgen. Sus más íntimos colaboradores no comprendieron su extraordinaria superioridad.

Si hubiesen sabido que Domingo, con el caminar de los siglos, iba a engrandecerse como esas cumbres que parecen elevarse más cuanto más de lejos las contemplamos, no habrían quemado sus cartas, ni los libros anotados por él. Nos hubieran legado –inapreciables reliquias– sus disciplinas, su cadena de hierro, su bastón de viaje, sus hábitos.

Sencillez humilde como su austera tierra castellana, salpicada de santuarios y ermitas consagrados a la Virgen Madre. Tierra que desaparece abriendo surcos rectilíneos bajo la inmensa cúpula del cielo, y se hace en las cimas de Gredos firmeza de granito y suavidad de musgo entre neveros que se derriten al ardor del sol.

BIBLIOGRAFÍA

Díez Pardo, Sto. Domingo, Vergara 1935.

Gelabert, Sto. Domingo, Vida, Orden y Escritos, BAC, Madrid 1966.

Lacordaire, Vida de Sto. Domingo, traducción de Ochoa y Castaño.

Petitot, Vida de Sto. Domingo, Vergara 1931.

Vicaire, Historia de Sto. Domingo, Barcelona 1964.

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